En un anterior artículo decíamos que en los últimos años estamos asistiendo al renacimiento de la fe en cosas para las que la ciencia ya había dado respuesta. Y que la tecnología había puesto a nuestro alcance datos e informaciones con nuevas cosas en las que creer, con las que saciar nuestra necesidad de creer. Y que estos nuevos crédulos —que no creyentes— estaban sostenidos por la escasa cultura científica de buena parte de la población, que les incapacitaba para discriminar lo verdadero de lo falso.
Estos nuevos crédulos reivindican su derecho a creer en estas cosas, y a que esta creencia sea respetada por sus conciudadanos como cualquier otra creencia. Recurren a las libertades reconocidas en la Constitución para justificar esta petición, ignorando que la Carta Magna reconoce el derecho a expresarse, pero no el de que lo expresado deba ser considerado y respetado por la sociedad.
Muchas de estas nuevas creencias se basan en el concepto acuñado recientemente de verdades paralelas o verdades alternativas —las “fake news” de los anglosajones—. Según estas personas no habría verdades, sino visiones diferentes de la realidad. Y estas visiones han encontrado en las redes sociales una amplísima red de difusión.
Algunos de estos nuevos crédulos dicen que lo de que la tierra sea redonda no es una verdad demostrada por la ciencia. Ellos afirman que nuestro planeta es plano, y esta creencia es seguida por miles de adictos a través de las redes sociales, que difunden la incorporación de nuevos adeptos, así como los datos que —según ellos— confirman esta teoría. El hecho de que esta opinión sea compartida por miles les reafirma en su creencia, convirtiendo a la propia difusión en criterio de autoridad.
Este derecho a creer en lo que a uno le dé la gana no aparece consagrado en ninguna ley. Y algunos creen que existe el derecho a hablar de cualquier tema sin tener ningún conocimiento que avale lo dicho, así como de que dicho discurso falso debe ser respetado, dado que todos somos iguales.
Pero deberíamos recordar que hay quien sabe y quien no sabe, quien tiene razón y quien no la tiene. Y aunque las redes sociales generen la ilusión de que todos los mensajes son igual de importantes porque se emiten en iguales condiciones, sabemos que no es así. El conocimiento es la base de la autoridad y no el grado de difusión.